El bar es un sitio de mutantes, prostitutas, prostitutas mutantes y gente de mal vivir, un clima nuevo para Quaid (A. Schwarzenegger) quien hasta hace muy poco era un cualquiera que llevaba una vida cómoda y feliz con una rubia linda, saludable, de casa, cariñosa, mansa, una vida de niño obediente tan solo perturbada por unos anhelos indefinidos y una –por el momento– inexplicable atracción por el planeta rojo. Pero ahí se encuentra el confundido ciudadano obrero acomodado burgués, autodescarrilado pero convencido, ahí en un lugar de minorías y conspiraciones terroristas y comunidades machacadas y barridas por el orden global hacia rincones donde son ignoradas, manipuladas e instrumentalizadas según convenga. Siente las piezas encajar. Siguiendo pistas dejadas por él mismo, ha pasado antes por estaciones de metro, un astropuerto, un inmueble abandonado a medio construir, un hotel y un teléfono público, no-lugares que alimentaron la transformación del transeúnte y aceleraron el circuito que conecta los sueños privados con el tejido de sueños colectivos que llamamos realidad, y llega entonces a Marte, donde los neones, en particular los del Last Resort, anuncian que la puerta posliminal está cerca. Pregunta entonces por Melina, la mujer que aparecía en sus sueños de manera recurrente. Allá, le señala alguien. Melina está sentada en una mesa charlando con sus colegas, contenta, distraida, pero ya se puede intuir que esta mujer ni es mansa ni es de pasar la tarde en casa practicando saques de tenis con un holograma. Quaid se acerca a ella, tiene delante de sí a la mujer de sus sueños, literalmente.
Entonces ella se da la vuelta y se le desvanece la sonrisa al ver a Quaid.
Se levanta. Se acercan el uno al otro mirándose frente a frente sin decir nada.
Es un encuentro pero es un re-encuentro. Me parece una escena muy romántica, qué más puedo decir.
¿Qué le has estado echando de comer a esta? dice Melina tanteándole el paquete.
Rubias, contesta Quaid.
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