sucesos diversos
En los años de estudiante Erasmus había sido relativamente fácil juntarse con gente y empaparse del idioma para adquirirlo poco a poco, pero esta tarea era más difícil como joven desempleado en la treintena, en un país diferente, con un nuevo idioma. Los intentos de relacionarme con gente me desgarraban la confianza que pudiera quedar en mí mismo. Me sentía idiota. Y había progresado algo gracias a los recursos que se encontraban en internet, pero este progreso parecía haberse estancado dejando mis competencias lingüísticas ancladas, y sin darme cuenta había aceptado con resignación inconsciente una posición de pseudo-discapacitado.
A veces me parecía que la solución era conseguir un empleo primero, justamente para ganar esa confianza y poder afrontar la relaciones sociales con mejor endereza. Otras veces me parecía que debía primero conseguir relaciones sociales antes que nada, para soltarme en el idioma que era la llave para conseguir un empleo digno. Sin un gran dominio del idioma, podía trabajar en algún empleo básico que no requiriera demasiada comunicación, pero sabía que en mi estado actual un trabajo así podía tener un efecto incluso más nocivo que quedarme en casa.
Si quería acceder a una oferta laboral más interesante que lavar platos y hacer jugos en un centro comercial —como ya había hecho—, y si quería relacionarme con personas sin sentirme frustrado, debía mejorar mi dominio del idioma. Con este objetivo de bienestar me apunté a clases de francés, no solo por la competencia lingüística que pudiera aportarme, sino también por la oportunidad de encontrar a otras personas en situación parecida.
La escuela es bien conocida en todo el mundo, tanto es así que no necesita presentación ni más publicidad, la llamaremos Circle Français. Al caminar por los pasillos de la institución buscando mi aula, me sentí aliviado, tuve una feliz sensación de volver a mi época de estudiante, una sensación tramposa al fin y al cabo. Y fugaz. Porque yo me preguntaba cuánto dinero habrían gastado sus padres en viaje + estancia + curso cuando veía esas jóvenes caras asiáticas con las que me cruzaba, y las estimaciones daban cifras obscenas, y ante eso yo no podía olvidar que yo no era un estudiante internacional (como ellos), sino un inmigrante desempleado. Yo ahí era una suerte de intruso. Un impostor.
Tras una breve prueba, se me adjudicó para mi sorpresa un nivel B1. Mi grupo estaba compuesto por estudiantes de diversas nacionalidades: había un japonés, una colombiana, una italiana, un joven muy tímido de Dubai, una mujer angloparlante de no recuerdo dónde, y un pequeño cluster de surcoreanos.
Había dos docentes distintos, venía uno u otro según el día. A uno, el más joven y visiblemente menos experimentado, lo recuerdo como alguien nervioso que una vez humilló a la colombiana por no saber pronunciar la fricativa labiodental sonora, pues al corregirla en su pronunciación aprovechó para hacer alarde de conocimiento de los errores típicos de los hispanohablantes y relatarnos una supuestamente divertida y pedagógica anécdota como si hubiera estado esperando la oportunidad para soltárnosla: que una vez iba de excursión con un grupo de alumnos y debían tomar un tren que iba en dirección a Vaise, y estaban en el andén esperando la llegada del tren para subirse y cuando el tren asomó una de las alumnas —hispanohablante ella— advirtió al resto del grupo que andaba despistado para que se apresuraran: “vite, vite! Vaise!” (rápido, rápido, Vaise) gritó señalando al tren, solo que pronunciando las V como las pronunciaría en español. Y esa era la anécdota. “Así que cuidado” dijo el profe, dejando una especie de sonrisa lasciva y esperando risas que no llegaron. Yo tenía ya ciertos conocimientos del slang y groserías populares, así que pude entender que la chica dijo: “polla, polla, folla”, pero los otros yo creo que no entendieron nada. En cualquier caso, lo encontré bastante inoportuno.
Del otro profe recuerdo que era muy tranquilo, era cinéfilo y siempre que podía hablaba de películas. También se autodefinió como fan de lo que los franceses llaman “faits divers”. Según el Larousse, fait divers es un suceso ocurrido en la vida cotidiana que no tiene impacto en la sociedad. Corresponde a lo que en España se llama sección de sucesos: perro muerde niño (o niño muerde perro), hombre muere violando anciana, mujer mata a su suegra por una discusión en torno a Kant, etc. En torno a esto tuvimos una de las actividades más memorables que yo recuerde en una clase de idiomas, y a pesar de esa memorabilidad la verdad es que, concretamente, no recuerdo mucho. Aún así, procedo a relatar cómo fue esa actividad.
En clase leímos y comentamos algunos textos acerca de dos sucesos de este tipo: el caso del jardinero Omar y el familicidio de Dupont de Ligonnès, homicidios muy conocidos por la población francesa en general y que al quedar de alguna manera inconclusos vuelven a los informativos de vez en cuando como el fantasma de un muerto que no encuentra descanso.
Al día siguiente cada uno de nosotros debía presentar un suceso real de su país. Interesante actividad de intercambio cultural siempre y cuando no tengas ninguna vivencia traumática que pueda ser reavivada.
Casualmente el triple asesinato de Alcácer me había tenido obsesionado unos meses antes. En casa, intenté prepararme un resumen antes de clase pero me resultó imposible. Si lo reducía a los meros hechos no reflejaba la amplitud del evento, y si quería ser fiel debía entrar en los detalles, y en los detalles estaba el diablo preparado para arrastrarte al interior de una espiral inagotable. Opté por no preparar nada y confiar en mi poder de improvisación.
En fin, que llega el día, y como boyscouts alrededor de la hoguera contando historias de miedo, cada uno cuenta un suceso de su país. Pero la premisa es más prometedora que eficaz. Alguna historia es sosa, resumida en dos frases, a alguno no se le entiende ni papa cuando habla, algún relato contiene ciertas dosis de violencia macabra pero nada comparado con lo que la coreana nos tenía preparados, y el tímido de Dubai no tiene nada que contar.
Llega mi turno.
Queridos amigos, cómo podría reducir a unas pocas palabras este suceso y todo lo que vino después. Cuando aquello ocurrió yo no veía la tele así que digamos que no lo viví, pero se hablaba de ello, estaba en el aire, así que de algún modo lo viví. Y tiempo más tarde todo eso volvió, porque vuelve de vez en cuando como el fantasma de un muerto que no encuentra paz, y que acaba formando parte de la identidad de todo un país, y volvió entonces y yo lo recordaba como un sueño de hace mucho tiempo enterrado en el olvido Pero veamos una cosa, qué explicaros si, realmente, para quien busque entender la naturaleza humana un asesinato es puro ruido, el rapto de unos niños es un glitch, una violación es un caso extremo. Quien busca entender, no quiere ruido, porque el conocimiento se busca en números, en patrones, datos estadísticos, tendencias, repeticiones, no se basa en nombres propios de personas de un pueblo inmerso repentinamente en una pesadilla. Por ello, los hechos que aparecen en la sección de sucesos no deberían ser importantes. No deberían serlo y sin embargo algunos cobran una embergadura metafísica dificilmente desdeñable. Si un muerto es una tragedia, y un millón es estadística, solo la tragedia consigue en algunos casos abrir camino al conocimiento de la verdad, o a una novel perspectiva de esta.
Bueno, eso es lo que improviso escribiendo aquí ahora pero en su momento no dije casi nada, porque la confianza en mi capacidad de improvisación se hundió por completo. No puedo, dije, buscadlo más tarde en internet.
Y llegó el turno de la coreana.
La historia comienza con una niña que desaparece. Clásico. Un hombre la tiene secuestrada un tiempo y la viola repetidas veces. Clásico. Luego, antes de soltar a la víctima, y para evitar que la policia obtenga su semen, el tipo aspira el interior de la niña con un tipo de aspiradora muy potente extrayendo no solo el semen sino también algunos órganos internos de la niña. Por suerte la niña sobrevive gracias a complicadas intervenciones médicas. Y hoy es una especie de ciborg conectado a máquinas.
Aparte de un brillo de sudor en la frente porque era verano y los veranos en Lyon son muy calurosos, la coreana parecía no sentir ningún tipo de incomodidad ni nada como si aquella historia horrible, y ese calor insoportable fueran su cotidiano. Yo por el contrario notaba mi vientre como si me hubieran revuelto ahí todo el contenido con una hormigonera.
Poco más recuerdo de aquel curso de francés. El último día hicimos actividades al aire libre en el parque de la Tête d’Or y tuve la oportunidad de establecer un poco más de conversaciones espontáneas en francés. Al final fuimos a tomar algo con el profe cinéfilo. Consciente de que ya no volvería a ver a ninguno de ellos, y que quizá había algún alma interesante detrás de aquella conversación superficial, pasé un papelucho rescatado de mi bolsillo en el que anoté mi alias de facebook (erróneo, por despiste) y mi número de teléfono, la gente se lo apuntó (o no) aunque algunos se autoproclamaron no-usuarios de facebook o tener una cuenta pero casi nunca usarla.
Así que aquel curso terminó y luego seguí aprendiendo francés viendo las noticias en internet y pasando algún tiempo en sitios web interactivos, y fracasando entrevistas de trabajo. Entre tanto, esos días me dedicaba a corregir o a terminar de escribir una novela incorregible, y también me gustaba salir a caminar por las calles de Lyon, correr a lo largo del Ródano desde la Croix Rousse hasta la Guillotière, me imaginaba hacerme youtuber, o se me ocurrían ideas de negocio irrealizables, y me daba por aprender programación informática.
Un día recibí una llamada. Vous vous etes trompé, dije, usted se ha equivocado. La voz se disculpó y se despidió.
¿Quién era? En ese momento no supe de quién se trataba. Pero tan solo unos minutos más tarde me di cuenta del error: era la coreana. Por alguna razón —quizá cultural— no comenzó la llamada preguntando por mí, sino que empezó presentándose: “soy...” su nombre no lo recuerdo y evidentemente en ese momento ese nombre no me decía absolutamente nada. Nunca la llamé de vuelta, no sé por qué. Quizá me había acomodado a no tener amigos, a no ver a nadie. Quizá mi condición de inmigrante desempleado no me autorizaba a relacionarme con estudiantes internacionales. Quizá no tenía nada interesante que contar. Quizá simplemente me parecía que requería un gran esfuerzo en vano.