burqas anti-covid
Lo siento por las nuevas camaradas, a penas habíamos empezado a conocernos, y de repente nos hemos convertido todos en entidades en un chat. Por un momento, contemplo la idea de ponerme como foto de perfil Les amants de René Magritte. Mi primer día de teletrabajo no consigo hacer casi nada porque nada funciona. En slack (aplicación de mensajería instantánea), algunos piensan de verdad que al cabo de 2 semanas volveremos a la oficina como siempre. Por la ventana veo los árboles del parque de la île Pinette. Está todo bañado por una luz de verano que no se veía desde hace por lo menos una eternidad.
Cuando llega el descanso para comer, escribo a mano la attestation de déplacement dérogatoire que firmo sin brío, y pliego y me meto en el bolsillo y salgo al parque a caminar. Si un agente de la autoridad me cuestiona, solo tengo que mostrarle mi papel, en el cual prometo que he salido de manera excepcional a hacer un poco de actividad física (excluyendo deportes colectivos).
No hay policías. No hay apenas nadie. Me cruzo con un par de ancianos que pasean, y con dos o tres corredores. Ellos se colocan en un extremo del camino, yo en el otro. Imagino las nubes expelidas de sus bocas, estelas alargadas que quedan suspendidas y van enseguida desvaneciéndose, desdibujándose, rotas en jirones por las micro-corrientes salvajes y desposeídas de sus partículas más pesadas por la gravedad. Aguanto la respiración hasta que ningún rastro puede quedar ya en mi camino.
Imagino hablar a la cámara para contar cómo está la cosa por aquí, o quizás para mandar un mensaje de ánimo para todo el mundo. Publicarlo luego en facebook. Derivo parque adentro, hasta llegar a un lugar lo suficiente lejos de máquinas motorizadas y seres bípedos, uno de esos spots donde es fácil olvidar que se está en una ciudad. Me asomo al borde de la tierra, donde un imponente bracito del Loira repta en silencio entre árboles pelados. Ahí saco el teléfono móvil y hago un pequeño vídeo del bracito del Loira. Solo grabo un pequeño vídeo de esa masa de agua fluyendo, sin añadir comentarios.
El hijo de los vecinos es un joven muy sociable de calculo que unos 15 años. Nos toca a la puerta para preguntarnos si queremos jugar al ping pong. El inmueble cuenta con una zona de aparcamientos y garajes que es privada, y ahí ha desplegado su mesa y tiene las raquetas preparadas. Hache le dice que ahora no, pero que eventualmente… La conversación es así de corta y la puerta se cierra.
Vive con su madre y una videoconsola. Podríamos muy fácilmente mantener una estricta distancia de más de un metro, cada uno en un extremo de esa pista de tenis portátil. A Hache no le parece buena idea. Y a mí me parece bien que no le parezca buena idea.
Un par de días después tenemos que pasar por el súpermercado para ir a recoger un paquete en uno de esos sitios donde se recogen los artículos comprados en internet, yo voy con la humilde esperanza de que no haya mucha gente en el súper y entrar a comprar avena. Sin embargo al llegar vemos una cola larguísima que cruza la zona de aparcamientos y remonta calle arriba. Todo el mundo con su carrito de compra. Todos respetando, gracias al carrito, ese metro de distancia o más. Algunos con mascarillas ocultando parcialmente sus rostros. Personal del supermercado se encarga de que el aforo en el interior sea más limitado de lo corriente, y controlan la afluencia como porteros de discoteca. Solo unos pocos con mascarilla, aunque ahora que el tabú está roto, todos querrían tener una. Pero no pueden. Es un bien preciado. Todos tienen teléfono móvil, eso sí, pero mascarillas no hay.
Cruzamos esa zona de aparcamientos, miro la fila, no sé a qué me recuerda esto ni por qué me entristece. No es para tanto. No es chernóbyl ni una película de zombis. No, no es la guerra. Pero es irreal. Las caras anónimas de la fila nos miran, porque somos de lo poco que ocurre ahí. Me parece irreal. Una especie de sueño en el que nos resistimos a participar, y que aún así se impone día a día.
Siempre podemos olvidar lavarnos las manos, sobretodo después de tocar el teléfono móvil. Reprogramar nuestros gestos para aprender a no tocarnos la cara en ningún momento, es muy muy difícil. Una solución extra puede ser entonces tener la cabeza cubierta completamente, así incluso cuando la mano esté sucia y se dirija en un acto reflejo a tocar la boca, la nariz o los ojos, se encontrará con tela, una tela espesa, un par de capas mejor. Todos con burqa, hombres, mujeres, e infantes, todos sin excepción, todos con guantes también. Todos como ninjas sin cara, haciendo cola en el párking de algún sitio, un súpermercado no. Las compras las haremos on-line y recibiremos nuestros pedidos gracias a drones voladores.